LA ÉLITE QUE OLVIDÓ A SU PUEBLO
- laruedadelpodermx

- 8 ago
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Cayetana Mars
En la política, como en la vida, no basta con pronunciar discursos sobre moral, humildad o austeridad; hay que encarnarlos. El verdadero valor no se cotiza en los mercados, ni se mide en el tamaño de la cuenta bancaria o en la exclusividad del destino vacacional, sino en la coherencia entre lo que se predica y lo que se practica.
Hoy, la élite morenista navega en aguas turbias. Se arroga el derecho de representarse como heredera de una mística juarista, austera, republicana, mientras chapotea, sin pudor, en las mismas piscinas doradas que antaño criticaba. El pueblo, al que prometieron regenerar, observa cómo el “no mentir, no robar y no traicionar” se convierte en un eslogan vacío, ahogado entre copas de vino importado y suites europeas.
No es un pecado vacacionar; lo obsceno es hacerlo desde el poder que juraste usar para transformar la vida de millones, en un país donde el 40% de la población sobrevive con un salario mínimo y donde la desigualdad es una llaga que supura miseria y resentimiento.
Cuando el mensaje oficial predica modestia, cada viaje ostentoso es un misil a la credibilidad.
Morena ha caído en la vieja maldición que Robert Michels y Maurice Duverger diagnosticaron: el partido que nace del pueblo termina traicionando sus causas para servir a su propia oligarquía. La militancia ya no dicta el rumbo; es la dirigencia la que impone, y quien critica es etiquetado como “resentido” o “traidor”.
Pero el problema es más profundo: la pedagogía que debía regenerar la política mexicana ha sido derrotada por la contra, pedagogía de la incongruencia. No se enseña con conferencias ni con foros; se enseña con el ejemplo. Y el ejemplo que hoy dan muchos en la cúpula morenista es el del mismo clasismo y aspiracionismo que juraron combatir.
La historia es implacable con quienes rompen su palabra. Los líderes que hoy minimizan estas críticas deberían recordar que no hay impunidad frente al juicio de la memoria colectiva. El pueblo mexicano es paciente, pero no olvida.
Porque en política, como en la vida, no basta con hablar de valores: hay que tenerlos. Y, sobre todo, vivirlos.
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