Adán Augusto y el Pecado del Poder
- laruedadelpodermx

- 1 ago
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Dominika Cohen
Hay algo profundamente simbólico y, sí, profundamente triste, en que un hombre llamado Adán, nacido en un lugar llamado Paraíso, termine siendo expulsado del Edén político que él mismo ayudó a construir.
Porque no se trata solo de un nombre o de un lugar en el mapa. Se trata de la ironía trágica que con frecuencia acompaña al poder cuando se ejerce sin visión de Estado, cuando se olvida que la confianza del pueblo no es un cheque en blanco, sino un préstamo condicionado al carácter.
Adán Augusto López Hernández, quien soñó con ser Presidente de la República, hoy ve ese sueño hecho añicos. Fue gobernador, fue secretario de Gobernación, fue llamado “hermano” por el mismísimo Presidente. Pero el poder, amigos, no perdona el descuido, ni la soberbia, ni la omisión.
Ahora enfrenta una denuncia penal ante la Fiscalía General de la República. No está solo en la lista. Le acompañan varios gobernadores y exgobernadores señalados por presuntos vínculos con el crimen organizado. Y mientras esto ocurre, su equipo más cercano intenta poner barreras físicas y simbólicas para evitar las preguntas incómodas.
Déjenme ser claro: Cuando los líderes cierran las puertas al escrutinio, abren las ventanas al rumor.
Y cuando una bancada protege más a su jefe que a la verdad, deja de ser legislativa y empieza a ser cortesana.
No son buenos tiempos para Adán Augusto. Su paso por la Secretaría de Gobernación fue más bunker que puente. Prometió diálogo con la oposición, pero se encerró en la muralla de su ambición. Rechazó sumar a figuras clave, y olvidó poner orden en la tierra que lo vio nacer.
En política, como en la vida, no se puede avanzar dejando incendios atrás. No se puede soñar con gobernar un país cuando se le debe aún rendición de cuentas a un estado.
Y lo más revelador de esta historia es que, en el momento más delicado de su carrera, los mismos que debería liderar, sus propios compañeros de bancada, sus propios aliados, ya no lo defienden, ya no lo cuidan, y algunos ni siquiera lo saludan.
Ese, amigos, es el final silencioso de muchas carreras políticas. No con una explosión, sino con el eco de un vacío.
La historia de Adán Augusto no es solo una crónica de ambición y caída. Es un recordatorio para todos los que ejercen poder: la verdadera fuerza no está en el cargo, sino en el carácter.
Y la verdadera inmunidad no se llama fuero, se llama integridad.
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